Por Jaime Guzmán
A veces quisiera retroceder en el tiempo…
Pero ni siquiera puedo controlar el presente.
Y el futuro…
El futuro no ha parido aún una lágrima de sol.
Mientras la voz se viste de aurora,
el poeta está en el limbo, negligente,
aferrado a la idea de un volver,
como suele decir la melodía de Carlos Gardel
o, en su defecto, la de Penélope de Joan Manuel Serrat.
Sí… en volver.
En este instante, como un fugaz destello,
recuerdo efímeros y profundos segundos eternos
que pasé a tu lado.
Todo parece exagerado en estas palabras
que escapan, segundo a segundo,
de mi seca boca y se postran
en las telarañas del tiempo.
Entretanto, hoy —en este presente que baja el telón—
mi cuerpo yace en el infierno de tu olvido.
Estoy en esa nación invisible,
y desde ese inframundo me atrevo a decirte:
tú no sabes cuánto te anhelo,
tú no sabes cuánto te quiero,
cuánto te amo… cuánto te adoro.
Pero ya no son para ti fibras consistentes del amor,
solo poemas archivados en una vieja gaveta
con olor a café…
Porque ya no existen palabras suficientes
para deslumbrar, aunque sea por un momento,
tu sensible mirada.
Me pierdo en la quietud de tu indiferencia,
en el silencio inerte de aquellas palabras
que un día dije,
y que mis labios rotos se cansaron de repetir.
Como Sísifo, vuelvo a buscar un mejor destino para los dos,
pero tengo los sentidos nublados de razón.
Sin embargo, solo queda el inconsciente dando vueltas,
sin rumbo, sin sentido,
proyectando en mi mente
una cinta cinematográfica que espera el instante exacto
en que mi cuerpo —cansado de la conciencia—
empiece a conciliar el anochecer
y mirarte,
en ese lugar donde aún podríamos estar juntos.
Pero para eso debo vencer a los monstruos
que arribaron a mi alcoba
y manipularon el descanso y mi imaginación.
Ellos: la angustia, la soledad
y la bruja de la inspiración,
me hechizan…
Y por momentos, escucho —mudamente—
la noble voz de la razón,
que vendrá con alguna tibieza,
alguna deducción,
alguna palabra que pudiéramos volver a decir.
Pero estoy exiliado de tu vida.
Eso… mejor se lo dejo al destino.
Al enigmático destino
que no alcanzo a comprender,
que no puedo predecir,
que solo sería claro
si alguna vez yo fuera divino.
Y me bofetea la realidad —oh, maldita realidad—,
me condena a ser prisionero
de un blanco indiferente,
a no ser otra cosa que
el hombre invisible para ti.
Porque ya estoy muerto.
Y qué más…
Asisto cada vez más
a la fiesta internacional del torturante recuerdo.
Voy cantando, embriagado de palabras y gestos,
bailando con mi sombra,
mi amiga fiel,
constante como el perro faldero de mi casa,
íntima como mis pensamientos.
En medio de esta fría prisión
con barrotes de hierro y paredes azul grisáceas,
me dirijo al custodio consejero,
expresando que ellos me han aterrizado,
me han consumido
en este eterno momento
en el que todos danzan con El Duelo.
Sin temor a equivocarme,
he bajado al inframundo, como ya dije,
y converso con figuras perdidas,
con un ángel rojizo,
el que alguna vez fue el más hermoso.
Pero debo enfrentar mi pecado.
Mi pecado no es otro
que el trastorno obsesivo-compulsivo,
ese que cargo en la sangre,
que se disfraza en cada expresión.
Maldita expresión…
que, de alguna forma,
acabó con nuestra unión.
Donde dos éramos uno,
ahora uno… somos dos.
¿Por qué?
Porque tú te fuiste,
y yo quedé aquí,
en el silencio, en la nada,
apuñalándome con la misma espada
con la que un día juré
no cortar jamás el hilo rojo
de nuestro noble compromiso.
Hey… Hey….
Este es el soliloquio
de un muerto viviente
que aún respira en los recuerdos
que tú ya olvidaste.