Por: Emilio Gutiérrez Yance
En el pequeño y apacible pueblo de Soplaviento, Bolívar, vivía el Mono Palautre, el lotero de la esquina. Su local, una casucha de paredes descascaradas y un letrero desteñido por el sol, era más que un negocio: era la casa de la esperanza. Allí, entre papeles numerados y el zumbido del ventilador viejo, se compraban no solo billetes de lotería, sino también sueños envueltos en tinta azul.
El Mono Palautre, con su sonrisa bonachona y una memoria prodigiosa para recordar el número favorito de cada cliente, llevaba sobre sí una fama extraña: en diez años de trabajo, nadie había ganado un premio con sus billetes. El pueblo lo bautizó “el lotero salao”, como si sobre él pesara un conjuro que alejaba la fortuna. Y, sin embargo, la gente seguía comprando. Quizá porque Palautre no vendía suerte, sino compañía: era consejero, confidente y, para muchos, el único oído dispuesto a escuchar sus penas.
Cada mañana, al abrir el portón herrumbroso de su local, parecía que encendía la ilusión del pueblo. Los campesinos llegaban con las manos aún oliendo a tierra húmeda, soñando con aliviar las deudas. Las amas de casa, entre bolsas de mercado y pollos vivos amarrados de las patas, imaginaban un premio que les regalara una casa propia. Los jóvenes, tercos y rebeldes, apostaban a números sacados de sueños, de amores contrariados o de caprichos de madrugada.
Don Pacho, rostro curtido y arrugas como mapas del tiempo, se sentaba en su taburete de madera gastada. El café negro, humeante, perfumaba el patio húmedo. Tras cada sorbo lento, volteaba el pocillo sobre el taburete. Las borras dibujaban figuras en la madera, un cambalache donde Don Pacho veía números esquivos, mensajes del azar listos para tentar la suerte.
Palautre conocía cada historia como si fueran capítulos de un mismo libro: la angustia de la familia Pérez, que rogaba por un milagro para pagar un tratamiento; los anhelos de Doña Carmen, que no quería que la lluvia la sorprendiera bajo techo prestado; y la fe obstinada de Juan, el muchacho desempleado que apostaba siempre al 13, convencido de que la mala suerte también podía invertirse.
El local no solo guardaba silencios y lamentos: también era escenario de carcajadas. Licho, un viejo de lengua afilada, interrumpía las rutinas con cuentos sabrosos. Una tarde, soltó entre risas:
—A la mujer se le conoce en la escasez y al hombre en la abundancia.
Los parroquianos quisieron saber de dónde sacaba semejante filosofía, y Licho, ajustándose las gafas, respondió:
—Eso es por conocer las facetas de la vida… o, como dicen ahora, por experiencias vividas.
Con picardía añadió que, en su juventud, una muchacha le anunció que esperaba un hijo suyo. Y él, sin inmutarse, contestó:
—Si la criatura nace con gafas, ese sí es mío.
El pueblo estalló en carcajadas. Y, cuando le preguntaron si, a sus setenta años, todavía se daba mañas en esas “practicas nocturnas”, Licho remató:
—Ya no, porque los años pesan. Pero puedo decir que el pájaro me salió bueno.
La vida en Soplaviento transcurría entre bromas, deudas y esperanzas hasta que, una tarde sofocante, la suerte tocó la puerta del pueblo. El número mayor, el más codiciado, salió de los billetes del Mono Palautre. Nadie lo podía creer: el lotero maldito había roto la salazón. El pueblo entero se volcó a su tienda, buscando al ganador como si buscara un héroe.
Pero Palautre, fiel a su discreción, guardó silencio. Nadie supo a quién le había vendido el billete, y hubo quienes juraron que nunca existió tal ganador. Algunos decían que Palautre se lo quedó para sí y que, desde entonces, sus noches estaban llenas de fantasmas que venían a reclamarle la suerte. Otros, que el billete ardió en llamas antes de cobrarse, víctima del embrujo que lo perseguía.
Lo cierto es que, desde aquel día, el Mono Palautre pasó de ser “el lotero salao” a convertirse en leyenda viva de Soplaviento, una figura a medio camino entre el hombre y el mito, entre la desgracia y el milagro.