El 3 de agosto no solo trajo un torrencial aguacero a Santa Marta. También destapó —una vez más— las vergüenzas de la educación pública: techos desplomados, paredes agrietadas, salones convertidos en charcos y estudiantes en riesgo por culpa de una infraestructura escolar que se cae a pedazos. Y lo más indignante: la plata para repararla ya está en manos de los rectores.
El Ministerio de Educación giró a principios de año millonarios recursos del Sistema General de Participaciones (SGP) —componente de Calidad – Gratuidad Educativa— para las instituciones públicas del país. En Santa Marta, los colegios recibieron entre $100 y $350 millones cada uno, con instrucciones claras: mejorar condiciones locativas, dotación escolar y servicios básicos. Pero ocho meses después, la realidad parece la misma o peor.
¿Dónde están esas inversiones?

Mientras en muchas sedes educativas los cielorrasos amenazan con venirse abajo y las lluvias siguen castigando aulas sin mantenimiento, los recursos duermen en cuentas bancarias o, peor aún, se pierden entre burocracia, negligencia o indiferencia.
El concejal José «Chema» Mozo ya lo había advertido a comienzos de año: “Un mal manejo de estos fondos solo representa gastos innecesarios y oportunidades perdidas para mejorar la educación pública”, dijo en una sesión del Concejo. Hoy, su advertencia resuena con fuerza.
La comunidad educativa también ha alzado la voz. Padres de familia, docentes y estudiantes están cansados de promesas que no se concretan. “No entendemos por qué no empiezan las obras si ya tienen el dinero. ¿Van a esperar que pase otra tragedia?”, cuestionó Carlos Rodríguez, padre de familia de un colegio en el sur de la ciudad.
La situación pone contra las cuerdas a los rectores, quienes no solo administran los recursos, sino que deben rendir cuentas ante los entes de control. Las reglas están claras: el dinero está para invertir, no para congelar. Y la ola invernal no da espera.
El problema ya no es falta de presupuesto. El verdadero desafío es la gestión, la transparencia y la voluntad de actuar. Porque mientras los salones se inundan y las paredes se desmoronan, la educación pública en Santa Marta sigue a la deriva, esperando que alguien —al fin— tome decisiones que sí se vean.