Por años, las rutas del transporte informal han sido el escenario de una guerra silenciosa. Hoy, el miedo vuelve a apoderarse del manubrio.
La violencia que azota al gremio de motocarristas en Soledad y Malambo no es nueva. Es un viejo fantasma que regresa cada cierto tiempo, cabalgando sobre amenazas, panfletos, disparos y extorsiones. Esta vez, se manifiesta con la misma brutalidad de siempre, dejando a su paso muertos, terror y calles desiertas.
Desde el pasado 29 de mayo, con el atentado contra Robinson Junior Olivo Mendoza, se encendieron las alarmas. El conductor, que esperaba pasajeros frente a un reconocido supermercado, fue blanco de un ataque a tiros. Sobrevivió. Pero su caso no fue el único.
El 6 de junio, Jorge David Meza Caballero fue asesinado en el barrio La Arboleda. Apenas días después, Carlos Augusto Durán Marín, un motocarrista de 35 años, cayó acribillado frente a la parroquia María Rosa Mística. Iba acompañado de José Gregorio Pacheco Niebles, también conductor, quien murió horas más tarde.
Estos crímenes ocurrieron en un patrón que se repite: mismos meses, mismas víctimas, misma zona. Lo que varía son los rostros de quienes los ejecutan y los nombres de los grupos que firman las amenazas.
Un “impuesto” para rodar
Fuentes judiciales confirman que detrás de esta nueva ola de violencia estarían ‘los Costeños’, una estructura criminal que ya ha sido señalada en otros momentos por ejercer control extorsivo en el área metropolitana. A los motocarristas les exigen pagos semanales de hasta 40 mil pesos para permitirles trabajar. Un peaje criminal que se cobra con sangre si no se cumple.
Pero no son los únicos en escena. Alias ‘Maldad’, presunto cabecilla de los Costeños, sería el encargado de recaudar estas “cuotas” en varios sectores. No obstante, otra facción —una alianza informal entre los ‘Pepes’ y remanentes del Clan del Golfo— estaría intentando arrebatarle el control de ese negocio ilícito. En medio de esa disputa territorial, los conductores quedan atrapados.
Una película que ya vimos
La situación recuerda lo vivido en 2022 y 2023, cuando otros gremios del transporte y el comercio fueron blanco de extorsiones similares. Buses incendiados, estaciones de servicio atacadas, DJs asesinados, billares y estaderos baleados… cada nuevo ciclo de violencia trae viejos métodos.
En 2022, un doble homicidio de trabajadores de Embusa marcó el inicio de una escalada sangrienta. En 2023, cinco programadores musicales fueron asesinados, en lo que después se vinculó a un intento por controlar el negocio de los picós. Ese mismo año, la violencia alcanzó estaciones de gasolina y pequeños comerciantes, dejando una estela de miedo y denuncias.
Las cifras tampoco mienten: según datos de la Policía Metropolitana de Barranquilla, en 2023 las denuncias por extorsión aumentaron un 78 % respecto al año anterior.
Un problema con memoria y sin solución
Hoy, el transporte informal, como los motocarros de Malambo y Soledad, vive su propio infierno. Sus calles están vacías no porque no haya necesidad de movilizarse, sino porque el miedo paraliza. Los conductores, sin garantías ni respaldo, prefieren no arriesgar sus vidas.
Mientras tanto, las autoridades avanzan en investigaciones, hacen capturas y prometen resultados. Pero lo cierto es que este ciclo criminal no ha sido roto. Cambian los protagonistas, los nombres y los métodos, pero la lógica se mantiene: una economía criminal que vive de lo informal y que se alimenta del silencio y la impunidad.
La pregunta, entonces, no es solo qué está pasando, sino cuántas veces más tendremos que contarlo.
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