viernes, mayo 16, 2025

Cuando el Congreso se convierte en propiedad privada

No lo conozco personalmente pero es muy certero el señor Próspero Carbonell, quien se dirigió al senador Efraín Cepeda —y replicado su comunicado en redes sociales— es un grito ciudadano que merece más visibilidad que silencio. En pocas líneas, Carbonell dijo lo que muchos piensan y pocos en el poder quieren oír.

Mientras el presidente del Congreso cuestiona el costo de una consulta popular —como si defender la democracia fuera un gasto innecesario—, guarda absoluto silencio frente a los 1.31 billones de pesos que se consumen anualmente para sostener a un Congreso que funciona más como privilegio que como servicio.

Cada congresista —296 en total— recibe al menos 50 millones de pesos al mes, sin contar asesores, viáticos, seguridad, transporte y oficinas. Todo pagado por los mismos ciudadanos que ellos ignoran.

¿Y para qué? Para mantener un sistema donde el 85 % del presupuesto se va en “funcionamiento”. Un funcionamiento que no representa al país real, ese que madruga, trabaja, paga impuestos y sobrevive. Ese al que nadie escucha.

Lo dijo con crudeza un ciudadano en redes:
«Los que menos trabajan en Colombia y más ganan son los que deciden por el pueblo que más trabaja y menos gana.»

Y así, la ironía se convierte en afrenta. Porque quienes predican austeridad, legislan para sí mismos. Porque quienes deberían representar al pueblo, lo usan como excusa para vivir del Estado.

Senador Cepeda: el Congreso no es suyo. No le pertenece. No es una herencia, ni una finca, ni una empresa familiar. Es una institución pública, sostenida con el esfuerzo de millones de colombianos. Si lo han olvidado, pronto se los recordarán.

Respuesta de Próspero Carbonell a Efraín Cepeda:

Guarde este día, senador, como el momento en que quedó sellada la sentencia política de una clase dirigente que lleva décadas aferrada al poder como si el país les perteneciera por derecho hereditario. Esta será recordada como la gota que rebosó la copa de los colombianos, el punto de no retorno hacia la renovación democrática que, en las elecciones presidenciales y legislativas de 2026, dejará reducida a una exigua y vergonzosa minoría a esa rancia aristocracia política que usted representa.

Puede que aún confíen en que la maquinaria electoral —engrasada con puestos, contratos y promesas huecas— logre lo que ya no consigue la razón: frenar la debacle moral e histórica de su partido. Pero no, senador. Esta vez, ni la más inmunda de las clientelas electorales alcanzará para blindarlos del juicio ciudadano.

Decir que la democracia es costosa no es una novedad. Churchill, con todo su cinismo británico, afirmaba que era el peor sistema de gobierno… exceptuando a todos los demás. Y sí, la democracia cuesta, especialmente en países como el nuestro, donde si las diferencias no se tramitan por vías democráticas, terminan en el campo minado de la violencia, del cual venimos y al cual podríamos regresar si seguimos escuchando mezquindades como la suya.

Lo que usted llama «dilapidar» 750 mil millones, es en realidad invertir en el derecho del pueblo a pronunciarse directamente, a decidir sobre asuntos que el Congreso, cooptado por intereses como los suyos, jamás tramitaría con verdadera transparencia.

Comparar el costo de una consulta con el presupuesto de los ministerios del Deporte y Ciencia no solo es una falacia populista —de las que tanto disfrutan para posar de sensatos mientras recortan derechos— sino también una confesión brutal: para ustedes, la voz del pueblo vale menos que una grama sintética o un dron de vigilancia con sobreprecio.

Su mezquindad, senador, ha quedado expuesta. Y no será la primera vez, pero sí podría ser la última que se la toleren. Ese rebaño que durante años llevaron a votar como si fuera ganado rumbo al matadero, está despertando. Y cuando despierte del todo, no habrá publicidad institucional, ni tamal, ni transporte, ni fórmulas recicladas con apellidos ilustres que les eviten la derrota.

Nos vemos en 2026. Lleven paraguas. Se avecina tormenta.

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