sábado, abril 19, 2025

El día que bautizamos a los niños y enterramos a los padres

Crónica desde El Playón de Orozco, donde la alegría fue arrancada con fusiles, y el olvido se volvió otro crimen.

Por: Jaime García Romero
@jaigaro

A las diez de la mañana, el sol caía con ternura sobre El Playón de Orozco. Las campanas repicaban con fuerza, anunciando la ceremonia. Era enero de 1999, y como pocas veces, el pueblo tenía motivos para celebrar: 28 niños serían bautizados ese día. Las madres lucían sus mejores vestidos, los hombres recién rasurados esperaban en la plaza, los niños correteaban entre globos, y la iglesia, pequeña y blanca, brillaba como una promesa.

El bautizo fue la última misa que celebró El Playón como lo conocíamos.

“Yo estaba vestida de flores”, cuenta María del Socorro, que aún guarda el pañuelo manchado con sangre de su esposo. “No sabíamos que nos estaban mirando desde hacía días. Que ya tenían los nombres. Que ya sabían quién iba a morir.”

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Pasadas las once, el estruendo de varias camionetas rompió la calma. Eran más de ochenta hombres armados, vestidos de camuflado, con botas limpias y ojos de piedra. Se hicieron llamar “los que vienen a limpiar”, aunque lo que trajeron fue la muerte.

“Nos sacaron de la iglesia a gritos”, recuerda Julio César Pérez, quien tenía 15 años y cargaba a su hermana menor en brazos. “Los hombres a un lado, las mujeres al otro. Uno pensó: esto es una revisión… Pero cuando vi al primero que cayó, supe que nos iban a matar a todos.”

Los llamaban por nombre. Apellidos enteros desaparecieron en minutos. Veintisiete personas fueron asesinadas a tiros frente a la iglesia. Entre ellos, Arnaldo Rodríguez, pescador; Pedro Gámez, abuelo; los hermanos Márquez, agricultores; y Enrique Mejía, que justo esa mañana había dicho que quería volver a estudiar.

“Yo los vi morir con los ojos abiertos, como preguntando ‘¿por qué a mí?’”, dice María. “Y nadie respondía. Porque no había razones. Porque nunca las hay.”

Después del plomo vino el fuego. Quemaron 22 casas. Lo hicieron con rabia, como si quisieran borrar el alma del pueblo. “Pasaron un buldócer por encima de todo”, dice Carmen Rosa, otra sobreviviente. “Ni los retratos de bodas se salvaron. Ni los árboles.”

Aquella tarde, El Playón de Orozco quedó en cenizas. Y el éxodo comenzó. Hombres, mujeres, niños —todos caminando entre el llanto y el silencio, con lo poco que pudieron salvar. “Salimos como sombras. Algunos sin zapatos. Todos sin esperanza.”

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Los paramilitares del Bloque Norte de las AUC firmaron la masacre. Años después, en versiones libres ante la justicia, confesaron. Dijeron que era una zona “contaminada por la guerrilla”. Lo llamaron “limpieza social”. Pero ninguno pidió perdón con el corazón.

Hoy, 26 años después, quedan los sobrevivientes. Vuelven de vez en cuando. Llevan flores donde antes había patios. Cuelgan fotos en lo que fue una pared. Buscan entre los escombros algo de sí mismos.

“Mi sobrino me preguntó una vez por qué ya no íbamos al pueblo”, dice Carmen Rosa.

“Le dije: porque ese día, hijo, el diablo se disfrazó de hombre y nos quitó todo, hasta el cielo.”

“Las grietas del silencio”

Pero la historia de esta masacre no quedó sepultada bajo el polvo del olvido. Con el paso de los años, los nombres de los responsables salieron a la luz. Alias “El Tigre”, un exintegrante del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), reconoció ante la Fiscalía Tercera de Justicia y Paz su participación directa en la masacre de El Playón.

Su testimonio permitió abrir las grietas del silencio e identificar a quienes planearon y ejecutaron el horror con precisión militar y desprecio humano.

Según sus declaraciones, la masacre fue ordenada directamente por Carlos Castaño Gil, el máximo comandante de las AUC, quien veía al Magdalena como una zona estratégica para la expansión paramilitar y la “limpieza” de supuestos simpatizantes de la guerrilla.

Castaño no bajó al pueblo, pero su voz retumbó en cada disparo. Desde las alturas del poder criminal, delegó la operación a dos de sus hombres de confianza: alias “Esteban” y alias “La Mona”.

Fueron ellos quienes coordinaron la llegada de los paramilitares al corregimiento, quienes llevaron la lista con los nombres escritos a mano, quienes decidieron que esa mañana, en un bautizo colectivo, se mezclaría el incienso con la pólvora y la bendición con la ejecución.

“Esteban era el que hablaba por radio. Daba las órdenes mientras apuntaban. Yo lo escuché decir que el pueblo ya estaba ‘marcado’, que ‘había que acabar con eso de raíz’”, recuerda un testigo que hoy vive desplazado en Barranquilla. “La Mona, en cambio, era más frío. Se bajó del carro, miró alrededor, y dijo: ‘Háganlo rápido’.”

Aunque la justicia ha intentado reconstruir las piezas de esta tragedia a través de las versiones libres y los informes de la JEP en el Macrocaso 08, muchos de los ejecutores aún no han sido plenamente judicializados. Las víctimas siguen esperando no solo condenas, sino algo más difícil: verdad y reconocimiento.

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