domingo, marzo 9, 2025

La última danza del olvido

Por: Jhon Álvarez

El Carnaval de Barranquilla es un animal que respira, un monstruo de colores que devora el tiempo. Sus calles estratificadas laten al ritmo de tambores antiguos, y los disfraces desfilan como espectros de un pasado que se niega a morir. Pero la fiesta es un espejismo: tras la máscara de la alegría se oculta una ciudad que olvida, que se disfraza de sí misma para no mirarse en el espejo de sus grietas. “Marina, Josefa y Cleme, en el barrio ‘Me quejo’, adelantan en tres máquinas Singer, doscientos atuendos de fantasía que serán utilizados el domingo de carnaval”.

El Viejo Carnaval, ese que alguna vez fue una sublevación espontánea del pueblo contra la rutina, ahora camina con zapatos de patrocinador y traje de leyenda domesticada. La tradición se vende en afiches, se empaqueta en souvenires y se etiqueta con códigos de barra. En cada esquina, un artesano empolva su obra, desplazado por la industrialización del folclor. La sostenibilidad no es sólo ecológica; es también la de la memoria, la de una ciudad que aún no decide si preserva sus raíces o si las usa como escenografía para turistas. “Gertrudis, en el barrio ‘La Manga’, madrugó desde las tres de la mañana al mercado de granos en busca de un bulto de guineo verde, los patacones con salsa de tomate y suero, aluden no solo a los colores del Junior, también, son la necesidad imperante de venderlos fuera de la verbena, hay que pagar servicios, comida y meriendas de sus dos hijas que cursan octavo y sexto de bachillerato”.

Las Marimondas se ríen de todo, pero su risa es un eco vacío cuando la burla ya no es resistencia sino espectáculo. Danzan sobre un pavimento que oculta las pisadas de aquellos que nunca suben a la tarima, mujeres que han tejido con sus manos las túnicas del carnaval, que han cosido lentejuelas en la sombra y han sostenido con su trabajo la grandeza de la fiesta. Pero en el desfile de los homenajes, sus nombres son notas al pie, pronunciados en discursos que se olvidan al día siguiente. “En el barrio Montecristo, Rafael se preocupa cada año por los meones de sardinel, esta vez, piensa tirar sobre el andén aceite quemado”
El hombre que camina solo por la Vía 40 después del último acorde entiende la verdad que nadie quiere admitir: el Carnaval es la última gran excusa para existir sin peso, para flotar en la música antes de volver al fango de la rutina. Y en esa danza de la memoria y el olvido, la ciudad sigue girando, esperando que alguien la sostenga antes de que se derrumbe bajo su propia máscara.

“En Barlovento, Miladys y Yoendris, se ganan unos pesos extras por la cantidad de latas de cervezas encontradas sobre el caudal del cumbiodromo”.

Quizás el verdadero carnaval comienza cuando la música se apaga.

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