El reciente análisis del economista James Robinson, quien recibió el Premio Nobel de Economía, plantea una crítica contundente sobre la persistencia de la pobreza y la violencia en Colombia. Su afirmación de que estas problemáticas son consecuencias de las «facetas extractivas» de las instituciones políticas abre un debate necesario sobre el estado del país. La esencia de su argumento resuena con claridad: el modesto desarrollo económico de Colombia está estrechamente vinculado a la ineficiencia institucional y al acaparamiento del poder político.
Robinson, quien ha dedicado una parte significativa de su carrera a investigar la dinámica de las instituciones en el contexto colombiano, señala que el problema no reside únicamente en la falta de recursos o en la incapacidad del Estado, sino en quién controla el poder político y cómo este ha moldeado las instituciones. Este enfoque, aunque puede parecer familiar, desafía las narrativas tradicionales que han predominado en el análisis político y económico del país.
La crítica se centra en la manera en que las élites han utilizado el clientelismo para monopolizar no solo los contratos públicos, sino también las oportunidades políticas. Este fenómeno ha limitado el desarrollo de un sistema más pluralista y ha perpetuado la desigualdad. En palabras del economista Pablo Querubín, las motivaciones políticas han obstaculizado el fortalecimiento de las instituciones, generando un ciclo vicioso que es difícil de romper.
La reciente llegada al poder de Gustavo Petro, un exguerrillero que prometió un cambio en el orden establecido, ha sido recibida con esperanza. Sin embargo, en dos años de mandato, su administración ha replicado patrones de clientelismo y ha enfrentado acusaciones de corrupción e ineficiencia. Esto sugiere que el cambio de liderazgo no ha sido suficiente para transformar las estructuras institucionales que perpetúan la desigualdad y la violencia.
En este contexto, Robinson y otros economistas, como Douglass North, nos invitan a mirar más allá de los indicadores económicos. Es imperativo evaluar cómo operan las instituciones que regulan la vida pública. Las entidades encargadas de la educación y el bienestar social, como el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar y el SENA, han sido señaladas por su corrupción y mal funcionamiento. Esto revela una falta de interés en promover una verdadera movilidad social y en cubrir las necesidades básicas de la población.
Además, la historia económica de Colombia, que hasta hace poco se centraba en la inversión y las exportaciones, debe ampliarse para incluir un análisis del funcionamiento institucional. La falta de inversión en las regiones periféricas del país, junto con un centralismo persistente, ha creado un mapa de desigualdad que se perpetúa generación tras generación.
Robinson sostiene que Colombia no es un caso de Estado fallido, pero los claroscuros de su análisis revelan contradicciones inquietantes. A pesar de su estabilidad macroeconómica, el país continúa siendo uno de los más desiguales de la región. Las políticas diseñadas para mejorar la cobertura de bienes públicos a menudo se ven socavadas por las prácticas clientelistas de las élites.
El proceso de paz con las FARC, que debía ser un hito en la historia del país, ha evidenciado cómo las instituciones no han canalizado de manera efectiva la energía necesaria para una transformación real. La implementación de los acuerdos ha sido tibia, dejando al país atrapado en un ciclo de violencia y desigualdad.
En última instancia, el análisis de Robinson subraya la importancia de reformar las instituciones para romper con el clientelismo y promover un verdadero contrato social inclusivo. Sin un cambio estructural en la política y en la forma en que se distribuye el poder, la pobreza y la violencia seguirán siendo realidades cotidianas en Colombia. Este es un desafío que requiere no solo un cambio de liderazgo, sino una profunda reevaluación de las estructuras que sostienen el sistema político y económico.