sábado, septiembre 13, 2025

La vigilia de las que no se rinden

Epígrafe: “Sola entre la multitud que comercia con tu amor…” —Daniel Celedón (mujer marchita)

Por: Emilio Gutiérrez Yance

Las trabajadoras sexuales de Cartagena están inquietas. No porque falten clientes ni porque la ciudad se apague al anochecer, sino porque todo se ha vuelto una carrera contra el reloj. Ya no hay mesa para el diálogo ni rincón para la ilusión: las calles dictan su propia prisa, y en ellas el deseo se negocia como mercancía en un mercado bullicioso, con el apremio de quien teme perder la última venta del día.

La ciudad suspira de noche, como un cuerpo cansado que apenas se sostiene. En el aire flota la mezcla agria de fritanga, salitre y perfume barato, mientras un vallenato gastado se derrama desde las cantinas y se confunde con carcajadas que mueren antes de nacer. Allí estaba Verónica, sentada en un bordillo: los tacones vencidos, la mirada encendida y desconfiada, como una llama que sobrevive, aunque el viento insista en apagarla.

—Buenas noches, caballero —susurró con una voz gastada por el humo y las madrugadas.
Me presenté. Le expliqué que no buscaba su cuerpo, sino su memoria. Ella, al comienzo, me miró con desconfianza, tanteando una trampa en la oscuridad. Cuando le pedí que se “desnudara”, creyó que hablaba de la piel; yo, en cambio, quería despojarla de silencios.

Poco a poco cedió. Me habló de la niña que alguna vez fue, de un hijo que la obligó a encarar la calle como segunda casa, de la pandemia que le arrebató los últimos refugios. “La necesidad es más fiera que una suegra”, dijo, y en la curva de su sonrisa se adivinaban las cicatrices que el tiempo no supo borrar.

Verónica tiene cuarenta años. Anda las calles con la seguridad porque aprendió a descifrar sus sombras y grietas. Comenzó en la adolescencia tardía, cuando la casa familiar se convirtió en un muro que la expulsó. “En esta ciudad los hombres cargan con anhelos distintos: unos persiguen juventud, otros prefieren madurez, algunos reclaman ternura… y no faltan quienes lo codician todo a la vez”.

No es ingenua. La violencia la rozó con la crudeza de una bala perdida. Una noche, un cliente la embistió a golpes, la arrojó contra el pavimento y le arrancó el puñado de billetes sudados que llevaba en el bolsillo. Sintió el vértigo de caer en un abismo y juró no volver. Pero al amanecer, frente al rostro dormido de su hijo, la rabia se transformó en coraje. Regresó a la esquina con la determinación de quien se planta en un campo de batalla. “Siempre hemos trabajado más por los hijos que por nosotras”, dice, con la voz endurecida por las cicatrices.

En estos tiempos de grandes negocios, el oficio de vender placeres en las esquinas se marchita como un letrero oxidado. El dinero ya no rinde: lo que ayer alcanzaba para llenar la nevera, hoy apenas se estira para un almuerzo sencillo. “Antes uno se hacía treinta mil en un día”, recuerda, y en su voz asoma la nostalgia de los días donde la calle todavía pagaba.

Ahora, entre tanto ruido y competencia, queda solo lo justo para sobrevivir. Pero ella no se rinde. Resiste por su hijo, sí, pero también porque en la intemperie encontró una suerte de hermandad. Bajo la luz de los semáforos, entre tacones gastados y miradas cansadas, se cuidan unas a otras. Y cuando la luna asoma, sienten que es ella, la vieja confidente del cielo, quien se encarga de pasar lista en silencio.

Habla con serenidad, sin victimizarse. Se reconoce cansada, sí, pero no vencida. Dice que sueña con que su hijo tenga una vida distinta, lejos de las madrugadas y de las promesas que nunca se cumplen. Lo repite como un rezo. En la cantina cercana, el viejo equipo de sonido escupe un vallenato de Daniel Celedón: “Sola entre la multitud que comercia con tu amor”. Verónica baja la mirada. Un instante después, otro verso la golpea en el pecho: “Al irse tu juventud, baja tu valoración”. No hace falta que diga nada más; una lágrima se le desliza por la mejilla y termina brillando bajo la luz amarillenta del poste de la esquina.

Verónica sigue en Cartagena, entre noches y amaneceres, con los pasos firmes sin esperar milagros, pero tampoco se resigna a perder la esperanza. Su historia refleja la de muchas otras mujeres que, en ausencia de oportunidades, han hecho de la calle una forma de resistencia. En esta ciudad de balcones que murmuran secretos y campanas que doblan por amores extraviados, ellas continúan de pie. Y mientras lo hagan, la vida seguirá teniendo un testigo de dignidad.

Una cantina deja escapar en su bocina gastada la voz de Celedón: “Mujer marchita, pobre criatura sin ninguna redención”. Verónica escucha el verso, suspira y aprieta el paso. Aunque la canción la nombre, su andar insiste en demostrar lo contrario.

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