sábado, septiembre 13, 2025

Cuento: Efecto Placebo

Por Álvaro Cotes Córdoba

En el barrio de Valdeluz de una ciudad del Caribe, sobre un cerro pelado, vivía Clara, una mujer que se sentía cansada a cada rato y con las manos que le temblaban. A sus cuarenta años, una enfermedad sin nombre y origen desconocido la consumía. Solía tener dolores que le recorrían todo el cuerpo como si flotaran por sus venas. Pasaba muchas noches sin dormir y el corazón le latía con la urgencia de quien teme que cada día sea el último. El médico que la había atendido en su EPS, no había podido dar con lo que padecía y mucho menos con la cura. «Es el cuerpo, Clara, pero también la mente», le decía el doctor Vargas, con un tono que mezclaba compasión y derrota.

Una tarde de abril, cuando las hojas caían como cenizas doradas, llegó al barrio un nuevo vendedor. Se hacía llamar Elías, un hombre de rostro afilado y mirada magnética, vestido con una camisa raída que parecía haber viajado por mil ciudades. Traía consigo un carro lleno de frascos relucientes, cada uno con un líquido que brillaba bajo el sol como si guardara fragmentos de algunas estrellas. «No vendo medicinas», anunció en la esquina que había escogido para su emprendimiento ambulante, ante una multitud curiosa. «Vendo esperanza. Este es el Elixir de la Vida, capaz de sanar cualquier mal, siempre que creas en él».

Clara, agotada de las promesas vacías, se acercó con escepticismo. Elías la miró a los ojos, como si pudiera leer los pliegues de su alma. «Toma este frasco», le dijo, entregándole uno pequeño con un líquido transparente. «Bébelo cada noche, con fe absoluta. Si dudas, no funcionará». Clara, sin nada que perder, aceptó. No preguntó qué contenía; algo en la voz de Elías la hizo querer creer.

La primera noche, Clara sostuvo el frasco contra la luz de una lámpara de vela. El líquido parecía agua común, pero lo bebió, imaginando que un calor sanador yacía en él. No sintió nada al principio. Sin embargo, a la mañana siguiente, el dolor en sus articulaciones era menos agudo, como si alguien hubiera suavizado los bordes de una navaja. Cada noche, repetía el ritual: cerrar los ojos, respirar hondo, beber con fe. Los días pasaron, y Clara comenzó a caminar más erguida, a sonreír sin esfuerzo. Los vecinos, asombrados, comentaban que el Elixir de la Vida era un milagro.

Elías, mientras tanto, seguía vendiendo sus frascos. A cada enfermo le decía lo mismo: «La fe es la llave». Algunos sanaban, otros no. Los que mejoraban juraban que el elixir era magia pura; los que no, lo acusaban de charlatán. Clara, sin embargo, no dudaba. Su cuerpo, antes un campo de batalla, ahora era un lugar habitable. Hasta el doctor de su EPS, escéptico de nacimiento, admitió que no entendía cómo había mejorado.

Un mes después, el vendedor de la supuesta medicina, anunció que hasta ese día estaría en aquella esquina. Pero antes de irse, Clara se le acercó y le preguntó. «Dime la verdad», le pidió, con el frasco vacío en la mano. «¿Qué hay en este elixir?». Elías sonrió, una chispa de complicidad en los ojos. «Agua del acueducto, nada más. Pero tú le diste poder, Clara. Tu fe la convirtió en medicina».

Clara se quedó inmóvil, atrapada entre la incredulidad y una extraña gratitud. Elías se marchó al amanecer, dejando tras de sí un barrio dividido: algunos lo maldecían, otros lo veneraban. Clara, sin embargo, no sentía engaño. Comprendió que el milagro no estaba en el frasco, sino en su propia voluntad de sanar. Desde entonces, cada noche, llenaba un vaso con agua del acueducto y la bebía con la misma fe, sabiendo que el verdadero elixir era su creencia en sí misma.

Y así, Valdeluz aprendió una lección que no todos entendieron: a veces, la cura no está en lo que tomamos, sino en lo que elegimos creer, un fenómeno de la mente que los expertos llaman: Efecto Placebo.

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