Hace varias décadas se atravesó por un momento en la historia de Colombia en que el verdadero poder no solo se ejercía desde la Casa de Nariño, el Congreso o las altas cortes.
Por David Awad V.
En el centro de Bogotá, entre rotativas y columnas editoriales, dos edificios marcaron el pulso de la nación: las sedes de El Tiempo y El Espectador.
A estos dos gigantes del periodismo nacional se les llamó, con razón, el “Tercer Poder”. No era un título oficial, pero sí uno ganado a pulso por su influencia en la opinión pública, en las decisiones del Estado y en el rumbo político del país. En más de una ocasión, presidentes y congresistas debieron medir sus palabras, no por temor a la justicia, sino a los titulares de la mañana siguiente.
Durante décadas, estos periódicos no solo informaban: formaban criterio, orientaban el debate, destapaban escándalos y, en ocasiones, destituían más eficazmente que un fallo judicial. Fueron voz, conciencia y también contrapeso. Por eso, su rol fue comparado con el de un poder independiente, paralelo a los tradicionales: el ejecutivo, el legislativo y el judicial.
Del poder impreso al algoritmo digital
Pero los tiempos han cambiado. La influencia de los medios tradicionales ha cedido terreno ante las redes sociales, los influencers políticos y las plataformas alternativas. Hoy, una tendencia en X puede tener más impacto que un editorial cuidadosamente escrito. El vértigo de la inmediatez ha desplazado la pausa de la reflexión.
Entonces, vale la pena preguntarse:
¿Existe todavía ese “Tercer Poder”?
¿Siguen los grandes medios siendo la brújula del país o han sido rebasados por el caos informativo y la fragmentación digital?
Lo cierto es que aunque su poder se ha transformado, su relevancia no ha desaparecido del todo. En medio del ruido, los medios con rigor y ética siguen siendo faro. Quizás menos omnipotentes, pero aún necesarios. Porque un país sin periodismo serio, es un país sin memoria, sin preguntas y sin contrapesos.