domingo, septiembre 7, 2025

Taxista engaño a la muerte y vivió para contarlo

Por: Emilio Gutiérrez Yance

En Cartagena, donde la brisa del mar mezcla el olor a salitre con el humo de los buses y el pregón de los vendedores callejeros, los taxis recorren las calles como barcos amarillos en un océano de asfalto. Allí me encontré con una historia que parece salida de Macondo, donde lo real se confunde con lo increíble, y lo imposible se vuelve cotidiano.

El protagonista es Higuita, un taxista curtido por el sol y el cansancio, que lleva en sus hombros el peso de las jornadas interminables. Su única compañía fiel: la música vallenata, ese acordeón que parece dictar el pulso de la ciudad y espantar la soledad de las madrugadas.

Aquella noche, mientras la luna se asomaba tímida sobre el barrio Getsemaní, un hombre de mirada inquieta levantó la mano para detenerlo. —Al Pozón —dijo con voz áspera, como quien ordena más que pide. El precio se negoció en un murmullo, y el motor encendió la marcha.

El vallenato de Diomedes Díaz tejía el telón de fondo, los diálogos eran cortos, las miradas esquivas. Nada parecía salirse de lo común, hasta que la desgracia se sentó en el asiento trasero.

—¡Quieto, taxista, esto es un atraco! —tronó la voz del pasajero mientras el frío hierro de un revólver se posaba en la nuca de Higuita, en plena Calle de la Cuchara.

El tiempo se detuvo. El aire olía a pólvora sin disparo. Pero en ese instante, cuando la muerte parecía tener boleto asegurado en aquel taxi, al conductor le brotó un ingenio ancestral, el mismo que en Macondo había salvado a pescadores de tormentas y a campesinos de fantasmas.

Higuita soltó el timón y fingió un desmayo. “Un pata tu”, dirían los viejos del barrio. El cuerpo quedó tendido, la respiración contenida, la vida disfrazada de muerte.

El ladrón lo miró perplejo.
—¡Carajo, este man se murió! —balbuceó, desconcertado.
Y como si respetara el sueño eterno, retrocedió con pasos torpes.
—Ni modo de robar a un muerto… que descanse en paz —sentenció, desapareciendo entre las sombras.

La calle quedó muda. Solo la voz de Diomedes seguía cantando, como si nada hubiera pasado. Poco a poco, Higuita abrió los ojos. El corazón le retumbaba como caja vallenata, pero estaba vivo. Se persignó, agradeció a Dios y encendió de nuevo el motor, dejando atrás no solo a un ladrón frustrado, sino también al fantasma de la muerte que lo había rozado con sus dedos helados.

Desde aquella noche, Higuita no volvió a aceptar carreras largas hacia barrios lejanos. Sabe que en cada esquina lo acecha un destino incierto. Pero también aprendió que en Cartagena la vida y la muerte juegan un baile de máscaras, y a veces basta un truco de ingenio para engañar a la Parca.

Al contarme su historia, Higuita no imaginaba que estaba prestándole servicio a un cronista. Una historia que no rueda de boca en boca, sino entre ruedas y timones.

Recordé entonces aquella entrevista en la que le preguntaron a Gabriel García Márquez qué hubiera sido si no fuese escritor. Él respondió sin titubear: “Taxista”. Y explicó: “En el taxi se viven aventuras cotidianas, de esas que merecen ser contadas”. Tal vez esta sea una de esas.

Al despedirnos, Higuita me lanzó una última recomendación con sonrisa tímida:
—Ojalá esta crónica le robe una sonrisa a quien la lea… porque a mí, fingirme muerto, me salvó la vida.

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