Por: Emilio Gutiérrez Yance
San Juan Nepomuceno, cuna de memorias y esperanzas, se extiende como un suspiro entre las Serranías de San Jacinto. Allí, donde el viento parece traer canciones antiguas y el sol pinta las calles de oro tibio, la vida late con sencillez. Sus gentes, forjadas en la tierra y en la resistencia, caminan con el alma abierta, como si cada sonrisa llevara consigo la historia de un pueblo que nunca se rinde.
En ese rincón donde a veces las oportunidades se esconden como mariposas esquivas, vive Gisec Sofía Márquez, una niña de nueve años que guarda en el pecho un cofre lleno de sueños. Su vida no ha sido fácil; la vulnerabilidad la acompaña como sombra, pero su inocencia brilla con la fuerza de una estrella que se niega a apagarse. Días atrás tuvimos la fortuna de conocerla, y en sus ojos descubrimos una luz que parecía desafiar cualquier oscuridad.




Ese resplandor fue el que movió corazones. La Policía Nacional de Colombia, fiel a su vocación comunitaria, decidió regalarle a Gisec un momento que jamás olvidaría: una fiesta de cumpleaños. Porque un cumpleaños, para un niño, no es solo una fecha; es la certeza de que la vida sigue, es un deseo soplado al viento, es sentirse querido y abrazado por el mundo.
La celebración tuvo lugar en la Institución Educativa Manuel Cuevas, la escuela donde Gisec estudia. Allí, entre pupitres que huelen a cuaderno fresco y paredes que han sido testigos de tantas infancias, se levantó la magia. Los amigos de la niña llegaron con risas encendidas, y el sol, como invitado de honor, se quedó colgado sobre el patio iluminando cada gesto de cariño. Las montañas, eternas guardianas, parecían inclinarse para mirar el festejo, como si también quisieran formar parte de esa alegría.
Nunca antes Gisec Sofía había tenido un cumpleaños. Ese día, los globos parecían flotar más alto, la torta sabía a futuro y cada aplauso era un latido colectivo que le decía: “no estás sola”.
Pero aún quedaba más. Al ver que la niña no tenía bolso ni uniformes para el colegio, manos generosas se unieron en un gesto silencioso: se recolectaron fondos y se compraron para ella los uniformes de diario y de educación física. No fue un lujo, no hubo ostentación. Fue, simplemente, un acto de amor.
El momento más hermoso llegó cuando Gisec abrió los ojos, grandes como dos luceros, y sus risas estallaron como campanas claras. Aquella felicidad, pura y desbordada, fue el verdadero regalo para todos los presentes.
Entonces lo comprendimos: la verdadera riqueza no se mide en lo que se guarda, sino en lo que se entrega. Los pequeños gestos, cuando nacen del corazón, tienen el poder de bordar eternidades en la memoria. Ese cumpleaños no solo celebró la vida de Gisec Sofía; también nos recordó que un pueblo que sabe compartir su amor, es un pueblo que nunca deja morir la esperanza