Por tercera vez en lo que va del año, Remolino, Magdalena, se convirtió en escenario de angustia y desolación. Un vendaval, tan repentino como implacable, barrió el municipio dejando tras de sí un paisaje de ruinas y un pueblo que siente que ya no puede más.
Las ráfagas arrancaron techos como si fueran hojas secas, derribaron árboles centenarios y convirtieron las calles en ríos turbios cubiertos de ramas y escombros. Entre los restos, madres con los ojos enrojecidos abrazan a sus hijos, tratando de explicarles que su hogar ya no está.


“Ya no sabemos cómo levantarnos… el viento no nos da tregua”, dijo entre lágrimas una mujer que perdió por completo su vivienda. Su voz es eco de un sentimiento compartido por decenas de familias que hoy duermen a la intemperie.
La comunidad clama por ayuda urgente. Las promesas ya no bastan: piden acciones inmediatas del municipio, el departamento y la Nación para reparar los daños y, sobre todo, prevenir que esta historia se repita una y otra vez.

Remolino vuelve a quedar al descubierto, no solo frente a la fuerza de la naturaleza, sino ante la fragilidad de sus defensas. Aquí, el viento golpea más que las paredes: golpea el alma.