Barranquilla se duerme, y sus autoridades venden el futuro.
Mientras la ciudadanía descansaba, el alcalde de Barranquilla y un grupo de concejales sumisos y obedientes, firmaban un acuerdo que entrega en bandeja de plata a los intereses privados de Argos, el control sobre una de las zonas ambientales más estratégicas de la ciudad: el caño Mallorquín.
La decisión, tomada con cero transparencia y nula participación ciudadana, otorga a la poderosa empresa antioqueña una suerte de patente de corso para ejecutar proyectos y operaciones que, paradójicamente, no se les permiten en Medellín, su ciudad de origen.
¿Acaso Barranquilla es el basurero de los negocios que Antioquia no acepta?
Vecinos, ambientalistas y líderes sociales ya habían advertido que el megaproyecto en Mallorquín no estaba claro, que los estudios eran limitados y que las garantías ambientales brillaban por su ausencia. Sin embargo, el alcalde decidió avanzar, sin debates públicos y con la venia de concejales que han preferido el silencio cómplice al deber constitucional.
El costo de esta decisión no es solo ecológico: se entrega a una empresa privada la posibilidad de alterar un ecosistema frágil, amenazar comunidades costeras y desfigurar el carácter natural de una zona que podría ser patrimonio ambiental y turístico de toda la región Caribe.
Lo que Argos no puede hacer en Medellín, ahora lo hará en Barranquilla. Con aval institucional, con respaldo político… y con total descaro.
La ciudadanía merece respuestas.
Y la historia no olvidará quiénes fueron los responsables de vender Mallorquín al mejor postor.