En la madrugada del miércoles, el Colegio Inocencio Chincá no solo fue víctima de un robo. Fue víctima del olvido. Del abandono. De la negligencia que padres, estudiantes y docentes venían denunciando desde hace más de un año.
La escena fue desgarradora: un vigilante maniatado, salones vacíos, laboratorios saqueados, y un silencio en los pasillos que debería estar lleno de voces estudiantiles.
Lo que se llevaron no fueron solo portátiles, impresoras, pulidoras y videobeams. Se llevaron parte del esfuerzo colectivo de una comunidad que, con rifas, bingos y donaciones, había logrado dotar al colegio de herramientas esenciales para el aprendizaje.
“Nos quebraron el alma”, dijo entre lágrimas Yanibeth Orozco, representante del Consejo de Padres. Junto a Rubí Palacio, también líder de esta comunidad educativa, denunció el abandono sistemático del plantel por parte del Distrito y de la Secretaría de Educación.
El colegio tiene más de 800 estudiantes, y apenas contaba con un celador desarmado. “Enviamos 12 cartas el año pasado pidiendo más seguridad. Nunca respondieron”, reclamó.
El robo fue metódico. Según testigos, los delincuentes se tomaron su tiempo. Cargaron un camión con los equipos, incluso el DVR que almacenaba las grabaciones de las 14 cámaras de seguridad. No dejaron ni rastros. La Policía investiga, pero los avances son nulos.
“Este colegio fue modelo nacional. Aquí venían otros colegios a hacer laboratorios. Hoy no podemos ni prender una luz”, expresó Rubí Palacio con frustración.
Hoy la comunidad no solo exige justicia. Exige respeto. Exige memoria. Y exige acción. Porque educar en el olvido, es condenar al futuro.

