Mientras en Inglaterra dos hombres enfrentan hasta diez años de cárcel por talar un arce centenario junto al muro de Adriano —símbolo patrimonial del norte británico—, en Barranquilla y Puerto Colombia, la destrucción de uno de los ecosistemas más frágiles del país avanza sin mayores consecuencias, protegida por silencios institucionales, decisiones legales aplazadas y una maquinaria urbanizadora que no se detiene.
En el norte de Barranquilla, donde alguna vez florecieron fragmentos del bosque seco tropical, hoy se levantan bloques de concreto que avanzan con ritmo de excavadora y sin pausa. El paisaje se ha transformado: de árboles frondosos, iguanas y aves migratorias, a avenidas recién pavimentadas, apartamentos de lujo y vallas que prometen “vivir en armonía con la naturaleza”, justo donde la naturaleza fue desplazada.
El caso se vuelve aún más alarmante si se tiene en cuenta el contexto global. Según Global Forest Watch, el 2024 cerró con la pérdida de 6.7 millones de hectáreas de bosque tropical en el planeta, el nivel más alto en más de veinte años. De ese total, el 71 % ocurrió en América Latina, encabezada por Brasil, Bolivia y Colombia. Pero mientras en otras naciones la principal causa fueron los incendios, en Colombia se señala una combinación más explosiva: violencia, minería ilegal, cultivos ilícitos y, también, urbanización acelerada.
Urbanizar a toda costa: el caso Mallorquín
Uno de los puntos más sensibles es la zona de Mallorquín, en los límites entre Barranquilla y Puerto Colombia. Aquí, en terrenos aledaños a la ciénaga que lleva ese nombre, se ejecutan proyectos urbanísticos bajo una legalidad cuestionada por múltiples demandas judiciales que, hasta hoy, siguen sin resolverse de fondo.



En diciembre de 2020, un juez de Barranquilla anuló el Plan de Ordenamiento Territorial (POT) de Puerto Colombia. Sin embargo, la sentencia fue apelada y suspendida. Esto permitió que, tan solo unos días después, se aprobara a toda marcha el plan parcial Ribera de Mallorquín, base para desarrollar un complejo de viviendas en uno de los pocos relictos de bosque seco tropical que aún quedaban en la zona. Los ciudadanos interpusieron nuevas demandas contra ese decreto, pero los procesos judiciales siguen estancados.
Por su parte, en Barranquilla, la historia no es muy diferente. La demanda contra el POT del Distrito —interpuesta en 2014— lleva más de una década sin resolverse de fondo. A pesar de una sentencia parcial y una tutela por desacato, no se ha emitido un fallo definitivo. Entre tanto, las licencias de construcción siguen expidiéndose amparadas en una legalidad presunta.
La consecuencia es visible a simple vista: el predio Las Pavas, una franja clave del ecosistema, ha sido intervenido. Allí, entre especies nativas y posibles vestigios arqueológicos, ya se erigen dos edificios de alta gama, sin que se haya considerado declararlo área protegida ni trasladar al Zoológico de Barranquilla, como propusieron algunos ciudadanos.
Una discusión que incomoda
Lo más preocupante no es solo la tala, sino la falta de debate. Los proyectos avanzan sin consulta pública, sin escuchar a los ciudadanos y sin responder las críticas con argumentos técnicos, sino a través de denuncias penales. El caso más visible es el del periodista y columnista Horacio Brieva, denunciado por la poderosa empresa que lidera varios de estos desarrollos. Brieva ha sido uno de los más visibles críticos de la expansión urbanística sobre el bosque seco tropical. Hoy enfrenta un proceso judicial por expresar su opinión.
“El desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos impactan a todos”, escribió el Papa Francisco I en su encíclica Laudato si’, en 2015. En ella, el pontífice —fallecido recientemente— llamaba a un nuevo diálogo global sobre el cuidado de nuestra casa común.
Ese llamado parece haber sido ignorado en la capital del Atlántico, donde la voz oficial ha sido el silencio, y los debates ciudadanos han sido opacados por grúas y retroexcavadoras.
¿Progreso o ecocidio?
Los defensores de los proyectos sostienen que representan desarrollo, inversión, empleo y vivienda. Los críticos advierten que se trata de una visión de progreso corta de vista y larga en daños: la destrucción de uno de los ecosistemas más biodiversos y escasos del país, donde sobreviven especies endémicas y que juega un papel clave en la regulación climática del Caribe colombiano.
En un reciente estudio, dos académicos alemanes —Günter Mertins y Florian Koch, profesores visitantes de la Universidad del Norte— respaldaron las denuncias ciudadanas, alertando sobre la falta de criterios ambientales y de sostenibilidad urbana en los POT de Barranquilla y Puerto Colombia. No son voces marginales: son expertos en planificación territorial.
Una constancia romántica
“Nos hubiera gustado que ese predio se hubiera donado para el traslado del Zoológico o se hubiera declarado área protegida”, escribió el historiador Gustavo Bell Lemus en un artículo reciente. Su voz se suma a la de muchos que, sin recursos ni reflectores, resisten al olvido ecológico desde lo que parece una trinchera romántica.
Mientras tanto, los árboles caen, el cemento avanza y los expedientes duermen en los estrados judiciales. Nadie taló un arce centenario por diversión en Barranquilla. Aquí, la destrucción es metódica, planificada y legalmente respaldada. Y sin embargo, la indignación internacional brilla por su ausencia.
Porque, al parecer, la pérdida de un solo árbol en Inglaterra duele más que la extinción silenciosa de un ecosistema completo en América Latina.