Por: Amalfi Rosales
El reciente atentado contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe ha puesto nuevamente en evidencia una verdad incómoda: en Colombia, los criminales reinciden no solo porque el delito paga, sino porque la justicia muchas veces les abre la puerta. El caso de Carlos Eduardo Mora González, uno de los presuntos coautores del ataque, es una muestra clara —y alarmante— de cómo el sistema judicial colombiano, por omisión, ineptitud o complicidad, termina favoreciendo a quienes atentan contra la vida y la democracia.
Mora González ya había sido capturado por delitos graves: fabricación, tráfico y porte ilegal de armas de fuego. A pesar de eso, un juez le concedió la libertad. Hoy, enfrenta nuevas imputaciones por tentativa de homicidio agravado, porte ilegal de armas y uso de menores para delinquir. ¿Qué más debía pasar para que alguien dentro del sistema actuara con contundencia? ¿Cuántas advertencias ignoró el Estado antes de que este sujeto disparara contra un senador?
La justicia como cómplice: un patrón que se repite
Colombia vive bajo un sistema judicial que, en la práctica, garantiza impunidad. Con un índice que ronda el 92 % de casos sin condena, el mensaje para el criminal es claro: delinquir no tiene consecuencias. El patrón no es nuevo. Basta repasar algunas decisiones recientes:
Diciembre de 2024: Un juez dejó en libertad al único capturado por el asesinato del hijo de un alto oficial de la Policía, aduciendo fallas técnicas en la legalización de pruebas.
Noviembre de 2024: Santiago Uribe Vélez, hermano del expresidente Uribe, fue absuelto pese a testimonios sólidos que lo vinculaban con el grupo paramilitar “Los 12 Apóstoles”.
Marzo de 2025: La justicia anuló la orden de captura contra Carlos Lehder, exlíder del Cartel de Medellín, por vencimiento de términos.
¿Son errores? ¿O son decisiones que deliberadamente debilitan el Estado de Derecho y fortalecen a las mafias?
¿Corrupción, negligencia o una combinación perversa?
En Colombia, un fallo judicial mal sustentado puede liberar a un asesino. Una cadena de custodia mal manejada puede silenciar a una víctima. Un vencimiento de términos puede lavar el prontuario de un criminal.
Hay jueces y fiscales honestos, sin duda. Pero también hay muchos que actúan como aliados pasivos o activos del crimen, ya sea por miedo, conveniencia, presión política, o por soborno. El sistema judicial está infectado de negligencia estructural y corrupción funcional. Ambas se alimentan mutuamente.
Estadísticas que deberían escandalizar al país
Aunque no existe una base oficial con todos los casos, los reportes periodísticos y de organizaciones de veeduría coinciden:
Más de 70 criminales de alto perfil han sido liberados entre 2022 y 2025 gracias a tecnicismos, errores procesales o medidas blandas.
En el Valle del Cauca, la Defensoría del Pueblo halló que el 67 % de los capturados por homicidio agravado ya habían sido liberados anteriormente.
En Medellín, un informe de 2023 reveló que 4 de cada 10 homicidas capturados por la Policía quedan libres en menos de 60 días.
Estos datos no son simples cifras. Son vidas rotas, familias destruidas, y criminales celebrando su victoria sobre el Estado.
El caso Mora González: la radiografía del fracaso judicial
Carlos Eduardo Mora González representa el fracaso total del sistema. Es un ejemplo de cómo la pasividad judicial se convierte en arma homicida. No solo reincidió: lo hizo con más poder, más estructura, y más impunidad.
Este sujeto no debía estar libre. No era un error menor. Era un riesgo evidente. La justicia no solo no actuó con firmeza: lo habilitó para atacar de nuevo, esta vez contra una figura política de alto perfil. Y si lo hizo contra un senador, ¿qué puede esperar un ciudadano de a pie?
¿Hasta cuándo?
El país no puede seguir tolerando jueces que absuelven sin revisar, fiscales que pierden pruebas, tribunales que actúan como oficinas de defensa del criminal, no de la sociedad. No se trata de pedir venganza, se trata de reclamar justicia real. Justicia que castigue al culpable, proteja a la víctima, y prevenga el crimen.
¿Dónde están los jueces que aún creen en la verdad? ¿Dónde los fiscales que no le temen al poder mafioso ni a la presión política? ¿Dónde los tribunales que se niegan a convertir la toga en cómplice?.
La justicia en Colombia no solo ha fracasado en proteger a los ciudadanos. Ha sido, en muchos casos, el vehículo que empodera al crimen. Cuando un juez firma la libertad de un asesino reincidente, lo hace con tinta, pero también con sangre.
Cuando un fiscal no actúa con celeridad, la delincuencia gana terreno, cuando los tribunales se doblan ante la presión o la corrupción, el crimen se institucionaliza.
Si Colombia quiere sobrevivir como democracia, deberá reformar a fondo su aparato judicial. Porque si la justicia no castiga, no previene, ni protege, entonces ya no es justicia: es complicidad.