Diego Marín, más conocido como alias “Papá Pitufo”, está a un paso de regresar a Colombia, no por voluntad propia, sino por decisión del Tribunal Supremo de Justicia de Lisboa, que dejó en firme su extradición. Marín, señalado como el cerebro detrás de una red de corrupción y contrabando de proporciones históricas en puertos como Buenaventura y Cartagena, solo tiene una última ficha por jugar: una solicitud de asilo presentada en diciembre de 2024.
Mientras tanto, el país observa con atención. Y no es para menos.
Según la Fiscalía, Marín no actuaba solo. Lo respaldaba una red infiltrada en lo más profundo del Estado colombiano: policías, funcionarios de la DIAN, autoridades portuarias e incluso actores políticos. Todos presuntamente colaboraban para facilitar el ingreso de millones en mercancía ilegal al país, sin controles ni barreras. Una maquinaria aceitada con sobornos que superarían los 900 mil millones de pesos.
Entre las pruebas clave están videos, audios y documentos que muestran cómo se negociaban los pagos y cómo se usaban “nóminas paralelas” para asegurar protección oficial a los cargamentos ilegales. Escoltas oficiales para la ilegalidad. Dinero público al servicio del crimen.
El presidente Gustavo Petro ya había denunciado públicamente la huida de Marín desde España a Portugal, y fue él mismo quien pidió a la Cancillería activar la solicitud de extradición. Hoy, con la decisión del tribunal portugués, ese pedido avanza con fuerza.
La Fiscalía ya ha ejecutado varios allanamientos, incautado dinero en efectivo y detenido a miembros de la red. Pero la llegada de “Papá Pitufo” a Colombia podría ser la clave para revelar nombres que aún no han salido a la luz. Altos mandos, burócratas protegidos, estructuras que operaron durante años con total impunidad.
Este caso no es una excepción, sino parte de un patrón. Así lo demuestra la reciente condena en EE. UU. del exfuncionario Omar Ambuila, también por lavado y corrupción desde las aduanas colombianas.
La extradición de Marín no solo es una victoria legal, es una oportunidad para que el país mire de frente a una de sus enfermedades más profundas: la corrupción institucionalizada.