sábado, abril 19, 2025

El Flagelante

Por: Fernando Antonio Awad Blanco
Santo Tomás, Atlántico
1971

Con tres pasos adelante y uno atrás, durante dos horas, Clímaco Calzeta ha recorrido dos kilómetros, desde un monte cercano hasta una plazoleta en pleno corazón de Santo Tomás, población del departamento del Atlántico.

El áspero camino, cubierto con pedazos de vidrio y puntiagudas piedras, fue dominado por Clímaco, que gozosamente presentan sangrantes sus pies como muestra de abnegación. En el trayecto fue acompañado por una decena de amigos con los pies bien protegidos, vistiendo prendas multicolores, festejando chistes hilvanados con euforia alcohólica y turnándose en la tarea de descargar cada dos minutos, una pesada bola de cera que pende de resistente hilo, sobre determinada zona en las sangrantes espaldas de Clímaco Calzeta. Este grupo es seguido de otro similar a doscientos metros y tras el segundo, avanzan muchos más. Es un desfile que, comenzando a las nueve de la mañana, termina en horas de la noche todos los Viernes Santos en esa población atlanticense.

Los habitantes de Santo Tomas son espectadores de primera fila a lado y lado de la torturante ruta tras ellos, una multitud llegada de muchas regiones de la Costa Atlántica trata de no perder detalle de tan singular espectáculo. Clímaco llegó hasta la cruz de madera levantada en la arenosa plaza, con los pantalones empapados por la sangre manada de sus espaldas. Sus acompañantes le acercan una botella de ron “blanco” cuyo contenido apura para festejar tanta importancia entre sus coterráneos y turistas.

En todas las esquinas del pueblo pueden leerse grandes carteles que contienen prohibiciones terminantes a esas demostraciones. El Arzobispo regional también condena a los flagelantes, pero el cura del pueblo dice que nada puede hacer, mientras no se cometa un acto sacrílego en el templo a su cuidado. El alcalde y los agentes de policía, prácticamente se convierten en guías turísticos y parecen divertirse con la repetición del seudomasoquista desfile. Y todos rodean a Clímaco, quien tras besar la vieja y decolorada cruz deja descansar la cara sobre sus rodillas, para que los “especialistas”, utilizando cuchillas de afeitar a manera de bisturí, dejen al descubierto una bola de sangre coagulada, la desprendan de tan lacerada piel y curen la herida con el ordinario Ron Blanco.

Y llueven las preguntas. ¿Por qué hace eso? ¿Cuál fue el milagro? No le pesa desobedecer al cura. El penitente, por fin, deja su rostro al descubierto, al librarse del capuchón que oculto su identidad ante los visitantes, pues los de su pueblo “tomasinos”, saben con mucha anticipación a quienes corresponde el turno como penitentes. Y deja que su lengua, ardiente aún por la gran cantidad de alcohol que le durmió en el día, le libre de tanto preguntón.

Prometí hace cinco años cumplir esta penitencia todos los viernes santos cuantos alcance a vivir. Mi mujer fue desahuciada por los médicos, explica Clímaco, y todos esperábamos que dejara este mundo. Pero le prometí a Nuestro Señor hace lo que ustedes vieron hoy si salvaba a mi compañera, y tan viva está, que hace ocho días tuvo el décimo vástago. Y como Jesucristo me atendió, yo tengo que cumplir hasta que el diga: basta ya…hasta hoy vives tú. No me interesa que el cura se oponga. Ni que el alcalde diga está prohibido lo que hago. Mientras no robe o mate a alguien, estaré fuera de la Cárcel. Y el párroco puede estar tranquilo, porque no visitaré la Iglesia. Yo se que para Jesús lo que vale es el arrepentimiento en este mundo. Y seguro que hoy vio lo que sufrí en defensa de su doctrina mientras unos reían, otros criticaban t los menos me admiraban”.

No dijo más. Clímaco desapareció vestido como los demás, entre la multitud que en forma tan extraña, recuerda el día de la muerte del Hijo de Dios. En la carretera, una interminable fila de automotores regresaba a sus hogares a quienes llegaron de otras regiones. ¿Y los “tomasinos”?. Dedicados al consumo de licores hasta las diez de la noche, cuando el cura del pueblo se desquitaría presidiendo la procesión del santo Sepulcro, secundado por muchos de quienes, horas antes, se divertían con los “penitentes Flagelantes”.

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